Cómo transformar los contratos de tecnología en activos estratégicos y no en pasivos legales
Una introducción desde la realidad local
En los últimos días, un litigio ampliamente difundido por la prensa paraguaya ha puesto en evidencia la creciente complejidad de las relaciones entre proveedores tecnológicos y usuarios corporativos, en especial en lo que respecta al uso, control y alcance de los sistemas informáticos licenciados.
La discusión jurídica trasciende las cláusulas técnicas o comerciales de un contrato puntual. Lo que este caso ha revelado con particular claridad es la necesidad de revisar cómo se gestionan — desde el punto de vista legal— las infraestructuras digitales que hoy sostienen las operaciones de las organizaciones.
Más que señalar fallas individuales, lo que se observa es un desafío estructural: la gestión del software dentro de un marco jurídico que aún no ha sido plenamente incorporado a la cultura contractual corporativa. El software, como obra protegida por el Derecho de Autor, no se reduce a una prestación de soporte técnico o a un mero producto funcional: implica derechos, obligaciones y límites legales que requieren una lectura estratégica.
Mucho más que un contrato operativo
El contrato de licencia no es una hoja de ruta técnica. Es una expresión concreta de derechos de propiedad intelectual: define qué se puede hacer con una obra —en este caso, un programa de ordenador—, bajo qué condiciones, con qué limitaciones y con qué responsabilidades.
Modificar un software, integrarlo con otro, permitir el acceso de terceros o usarlo para ofrecer servicios no son meras decisiones de ingeniería. Son actos con consecuencias legales.
Por eso, cada cláusula importa: desde la posibilidad de adaptar el código hasta la forma en que se rescinde el contrato o se gestiona su reversión técnica.
La finalidad propuesta: un principio clave
Cuando hablamos de licencias de software, el concepto de finalidad propuesta se vuelve indispensable. No se trata simplemente de lo que el contrato permite literalmente, sino de cuál era el objetivo funcional para el cual se otorgó la licencia.
Este principio, ampliamente aceptado en el ámbito del Derecho de Autor aplicado al software, permite interpretar con razonabilidad el alcance de las modificaciones o adaptaciones que un usuario puede realizar. Si las acciones tomadas buscan cumplir con esa finalidad original, pueden considerarse legítimas incluso si no fueron expresamente previstas en el contrato.
La finalidad propuesta funciona así como una brújula interpretativa, especialmente útil cuando surgen vacíos contractuales, ambigüedades o disputas por extensión de derechos.
Lo que suele fallar: cinco puntos críticos
1. Ambigüedad del alcance funcional:
Términos como “uso interno”, “adecuación” o “finalidad operativa” suelen estar presentes en los contratos, pero pocas veces se definen con precisión técnica y jurídica. Esta falta de claridad puede dar lugar a interpretaciones divergentes entre proveedor y usuario.
2. Falta de alineación entre titularidad y derecho de uso:
Es frecuente que las partes no distingan adecuadamente entre quién es titular del software (o de sus componentes) y quién tiene derechos de uso específicos. Tanto proveedores como usuarios pueden asumir —erróneamente— que el pago o el desarrollo conjunto otorgan un dominio total sobre el sistema, cuando en realidad los derechos están sujetos a las licencias y condiciones contractuales expresamente pactadas.
3. Desconexión entre lo técnico y lo jurídico:
Muchas modificaciones, integraciones o mejoras se realizan desde el área técnica sin que exista una verificación previa del marco legal que las regula. Esto expone a las empresas a incumplimientos involuntarios, especialmente cuando los contratos no son revisados de forma coordinada entre equipos legales y operativos.
4. Falta de monitoreo y control de obligaciones contractuales:
Los contratos de software —al igual que los sistemas que regulan— deben ser gestionados como instrumentos vivos. El cumplimiento de obligaciones no se agota con
la firma: exige seguimiento, actualización de responsabilidades, trazabilidad de entregables y vigilancia continua sobre los derechos otorgados y limitaciones vigentes.
5. Cierre de relaciones sin planificación jurídica ni técnica:
Cuando finaliza una relación contractual (por vencimiento, rescisión o decisión estratégica), muchas organizaciones no prevén con claridad qué sucede con los accesos, el soporte, las versiones personalizadas o los desarrollos compartidos. Esta falta de planificación puede generar conflictos operativos y legales complejos.
Un cambio de enfoque es necesario
Más que reforzar contratos o endurecer cláusulas, lo que se necesita es un cambio de cultura jurídica en torno al software y la propiedad intelectual en general.
Mientras las empresas sigan tratando sus licencias como un apéndice técnico-administrativo, seguirán expuestas a riesgos legales innecesarios y decisiones operativas que comprometen sus activos intangibles. La verdadera protección no surge del temor a la infracción, sino de la comprensión profunda de la naturaleza jurídica del software y del rol que cumple en la estructura productiva, estratégica y tecnológica de la organización.
Este cambio de mirada debe traducirse en acciones concretas. Entre ellas, resulta fundamental establecer una política institucional clara para la gestión de activos de propiedad intelectual, que incluya protocolos de licenciamiento, control de obligaciones contractuales, monitoreo de derechos sobre desarrollos internos o adquiridos, y mecanismos de coordinación entre las áreas legal, técnica y de compliance.
El software, como parte del capital intelectual de las organizaciones, no puede ser gestionado como un insumo operativo más, sino como un componente clave de su patrimonio intangible.
Recapitulando
El software no es solo código.
Es creación. Es autoría. Es derecho.
Y las licencias no son meros permisos de uso.
Son las reglas que gobiernan el ecosistema digital.
Comprenderlas, gestionarlas y aplicarlas correctamente
no es una opción ni una formalidad.
Es —cada vez más—
una necesidad estratégica, jurídica y cultural
para toda organización que dependa de la tecnología para operar, innovar y crecer.
Por Astrid Weiler – Abogada | Socia Fundadora de OWR